Dicen que nuestra mente retiene los acontecimientos importantes y desecha lo trivial, lo simple, pues no habría manera de recordarlo todo, y si así fuera, podríamos incluso enloquecer. De este modo, podemos no recordar lo que cenamos hace dos días pero sí un episodio transcurrido hace más de veinte años. Ahora que me ha dado por pensar en este tipo de cuestiones me vienen a la memoria momentos que se han quedado retenidos para siempre en mis recuerdos y que, seguramente, han influido de una manera determinante en el devenir de mi vida.
Uno de ellos transcurre en una clase de literatura de 3º de BUP. Me hace gracia el hecho de que ni siquiera recuerde el nombre del profesor, aunque sí el del autor que nos disponemos a estudiar: Garcilaso de la Vega. No me interesa nada más que aprobar la asignatura. Escucharé con un interés fingido, como tantas veces, y luego ordenaré los apuntes y estudiaré la materia. Sin embargo, sucede un hecho que mudará el orden de mis propósitos, porque apenas he terminado de formularlos en mi pensamiento, comienzan a llegar a mis oídos unos versos cálidos, sencillos y sonoros que hablan de pastores, de ninfas y de amores delicados. Abro los ojos, me incorporo en mi silla y repruebo con la mirada a mi compañera que me está poniendo caras graciosas para hacerme reír. Es la Égloga III. En ella todo es puro esplendor: el Tajo bellamente idealizado, los diálogos de los pastores Tirreno y Alcino cantando la hermosura de sus respectivas amadas… Pero lo que más me gustan son las escenas mitológicas que las ninfas tejen en sus ricas telas. Este es mi recuerdo y aún resuena en mi memoria esa voz, ya sin nombre por el paso del tiempo, que recitaba …
“Dinámene no menos artificio
mostraba en la labor que había tejido,
pintando a Apolo en el robusto oficio
de la silvestre caza embebecido.
Mudar presto le hace el ejercicio
la vengativa mano de Cupido,
que hizo a Apolo consumirse en lloro
después que le enclavó con punta de oro.
Dafne, con el cabello suelto al viento,
sin perdonar al blanco pie corría
por áspero camino, tan sin tiento
que Apolo en la pintura parecía
que, por ella templase el movimiento,
con menos ligereza la seguía;
él va siguiendo, y ella huye como
quien siente al pecho el odioso plomo.
Mas a la fin los brazos le crecían
y en sendos ramos vueltos se mostraban;
y los cabellos, que vencer solían
al oro fino, en hojas se tornaban;
en torcidas raíces s’estendían
los blancos pies y en tierra se hincaban;
llora el amante y busca el ser primero,
besando y abrazando aquel madero.”
Mientras tanto, yo contemplaba la ilustración del libro en el que aparecía Dafne, casi toda ella aún con forma de mujer, aunque del lugar donde debían de haber estado momentos antes sus brazos, salían dos ramas floridas y, sus pies, también desaparecidos, se habían convertido en raíces que empezaban a penetrar la tierra. De rodillas, abrazado al inminente tronco, mostraba Apolo con lágrimas divinas su desesperación por la irreversible pérdida.
Busqué luego información sobre los diferentes mitos referidos en la égloga, en particular sobre éste, el de Apolo y Dafne, y supe así que ambos sufrieron los caprichos de Eros (Cupido) quien, buscando la venganza de Apolo por insinuar éste que aquél era un mal arquero, le disparó una flecha dorada para que se enamorase de Dafne (la vengativa mano de Cupido, que hizo a Apolo consumirse en lloro después que le enclavó con punta de oro) , al mismo tiempo que la hirió a ella con una con punta de plomo con el fin de que no sintiese hacia él más que desprecio y desdén (como quien siente al pecho el odioso plomo). Luego, Apolo la persiguió por el bosque y ella, indefensa, pidió ayuda al dios del río, Peneo, que la convirtió en laurel ante el desconsuelo del enamorado (llora el amante y busca el ser primero ,besando y abrazando aquel madero).
Mi deuda con Garcilaso es inmensa pues contribuyó a despertar mi gusto por la poesía y por la mitología. Luego he admirado de él no solo sus versos, por cierto escasos, debido a su temprana muerte, sino también su vida de caballero renacentista al servicio del emperador Carlos I. Ese tipo de vida que solo tienen los genios, como don Juan Manuel, que escribía El conde Lucanor al tiempo que defendía su patrimonio en el campo de batalla, o Cervantes, soldado de Lepanto, preso de piratas turcos, prisionero en Argel y autor de El Quijote, o Lope de Vega tan fecundo en obras como en amores… Ese tipo de vida que solo tienen los grandes.
Garcilaso llegaría a encarnar el modelo de hombre renacentista (descrito por Baltasar de Castiglione en su obra El Cortesano) tan diestro en el manejo de la espada como de las letras. Con él nos llegarían los versos plagados de mitología, de bucolismo, de pastores enamorados y de ninfas. Consiguió para nuestra poesía la incorporación a la lírica española de la brillantez y la elegancia de las formas renacentistas italianas, aunque no dudo de que también en el ámbito particular, en esa estrecha línea que separa al autor del lector, han debido de ser muchos sus logros e influencias. En mi caso, no tuve conciencia, cuando aquel profesor terminó de recitar los versos del toledano, de lo determinante que ese momento sería en mi vida. Ya no lo recuerdo, pero lo más probable es que, acto seguido, me volviera hacia mi compañera rápidamente, con los movimientos enérgicos e inquietos propios de esa edad, y comenzara a hablar en nuestra jerga adolescente. Le haría las bromas y burlas de siempre, quedaríamos para más tarde y acordaríamos, no sin alguna desavenencia, qué ropa nos íbamos a poner. Tan sólo años más tarde, el tiempo, con su innegable sabiduría, me ha sabido mostrar desde mis recuerdos que fueron aquellos versos los que despertaron mi amor por la literatura, por lo que merecen, indudablemente, un lugar privilegiado en mi memoria.