Esta mañana he estado leyendo en El País.com algunos artículos de Antonio Muñoz Molina, y en uno de ellos, titulado “Desolación de volver”, el autor se lamenta de lo que el mal gusto de los responsables municipales ha hecho con la antigua plaza del general Saro, en su Úbeda natal. De paso nos regala algunas líneas de esa prosa densa y musical suya, en la que está siempre esa agridulce mirada al pasado, en la que conviven el rechazo y la nostalgia hacia esa Úbeda de su niñez y su adolescencia, compuesta a partes desiguales por sus recuerdos, por la fabulación de la intención literaria y por la dura realidad de la Andalucía de hace medio siglo, profundamente rural y oscura.
Al terminar el artículo inevitablemente he recordado la lectura de su novela “El jinete polaco”. Digo inevitablemente porque esa mirada al pasado es prácticamente la razón de ser de la novela. Aunque en ella el lugar de nacimiento del narrador y objeto de sus sucesivos éxodos y regresos es un imaginario pueblo llamado Mágina, es intencionadamente obvio que éste no es sino un compendio de la misma Úbeda con algunos rasgos o impresiones de la cercana Baeza y algún otro pueblo de la muy real Sierra de Mágina, donde están enclavados todos los lugares mencionados.
He cogido el libro y he releído al azar algunos fragmentos. He recordado, volviéndolo a saborear, la honda impresión que me causó en su momento. Muy pocas veces se consigue una experiencia tan completa como lector. El autor urde un argumento mínimo, y lo vuelve ancho y largo en el tiempo, abarcando en continuos saltos varias generaciones de personajes, sin que la trama logre nunca distraer la atención del lector de lo verdaderamente importante: La mirada, la perspectiva. La voz. Muñoz Molina nos habla a media voz, como si supiera que todas las historias están ya contadas, que los hechos de la suya son los hechos de las de otras muchas personas cuyas familias vivieron la guerra, la posguerra, el hambre, el oscurantismo y la represión. Aún hay ancianos que vivieron de primera mano la mayoría de las fases de ese proceso, de ese viaje desde las tinieblas hacia la luz, y han ido legando sus historias a sus hijos y a sus nietos. Eso no es nuevo, ni particular. Esa tristeza, esa oscuridad, está cosida a la piel de este país, y lo estará para siempre. Pero ésa es una de las razones de que “El jinete polaco” me resultara tan especial: El escritor hace que nos importe una historia que en principio sólo es importante para él. Consigue algo al alcance de muy pocos escritores: Que dentro de esa historia, concreta y localizada, parezca latir la historia del mundo. Que ese ajuste de cuentas con su memoria sea también el nuestro. Cuando el escritor empieza a poner en palabras la infinita desolación, la soledad, la tibia e ingenua esperanza en el futuro del personaje protagonista durante sus años adolescentes sentimos que también habla de nosotros. Su resignación al llegar a casa cada día, procedente del colegio o el instituto, y cambiar las canciones de los Doors, chamánicas y enigmáticas, cantadas en un idioma que empieza a descifrar, por la tos perruna que poco a poco se adhiere a los pulmones de su padre; cambiar los bares y los libros por la apatía y el frío; dejar sobre la silla de su habitación el dos cuartos marino, tan parecido al que visten algunos de los tipos duros de las películas americanas con las que llena las noches de verano, y vestirse con el acartonado y relavado paño de la ropa del campo. Ir a ayudar a su padre en la huerta hasta que se pone el sol, formando parte de algo que en su familia, a fuerza de necesidad, es casi un ritual y que él ve como una cárcel. En esa habitación encalada y fría, donde noche tras noche el protagonista se abandona al cansancio y al sueño, no está sólo. Ahí se diluye como nunca la frontera entre escritor y personaje, y está también Muñoz Molina. Y estamos también nosotros.
Entonces la lectura se vuelve infinitamente más intensa, porque más que enfrentarnos a un libro, nos sentimos como si nos miráramos a un espejo. Una mirada que para el escritor nunca resulta emocionalmente gratis: Se ha de ser honesto y despiadado con lo que se ve en el azogue, si se pretende que haya verdad, sangre en las venas del relato. Muñoz Molina rescata de su pasado las fotografías ajadas y amarillentas, mira en ellas los rostros de sus abuelos y sus padres, el suyo de niño, y en esas caras encuentra el frío y el desamparo, la soledad y el vacío. Luego escribe la novela con esa misma estructura azarosa y caótica de quien vuelve atrás y adelante las páginas de un viejo álbum. Lo hace oculto detrás de la mínima protección posible, sin cambiar apenas un par de nombres, un par de situaciones...imprescindible por otra parte para que se produzca el milagro de la transmutación literaria, necesario cuando se escribe ficción. Prácticamente se echa al ruedo narrativo a cuerpo limpio y lo poco que permanece oculto se lee entre líneas. Nunca vemos tanto de los demás como cuando analizamos las máscaras que escoge para ocultarse de nosotros, o para fingir que se oculta.
También disfruté especialmente de la novela por una razón que trasciende los límites de la literatura, aunque sólo para regresar a ella. Poco tiempo después de terminar el libro tuve ocasión de visitar durante algunos días Úbeda y Baeza. No fue a consecuencia de la lectura, más bien era un viaje proyectado desde hacía algún tiempo, que el azar se encargó de encajar en esas fechas. Después de un primer día en Baeza, donde teníamos el hotel, nos acercamos hasta Úbeda. En cuanto bajé del coche sentí que ya había estado allí, de alguna extraña e incompleta manera. Muñoz Molina se había tomado la molestia de crear un pueblo imaginario para ubicar sus recuerdos, y había respetado sin embargo detalles mucho más concretos. Vi realmente la reproducción en bronce del “Carnicerito”, el malogrado torero de la novela. Vi un estudio de fotografía más o menos adaptado a los tiempos, pero con hechuras de comercio antiguo, que se ve desde la plaza que fuera del General Saro, la tienda en la que sin duda trabajó en su día el equivalente real de Ramiro Retratista. A escasa distancia una tienda de telas llamada “El métrico” en la que - siempre al otro lado del espejo literario - el escritor “colocó” a Lorencito Quesada, otro de los personajes de la novela. Vi las tabernas, los carcomidos soportales, vi una ciudad intentando resistir contra la zafia modernidad con orgullo de antigua villa entre castellana y andaluza. Vi, desde el mirador del cuartel, las lejanas montañas azules, amurallando un horizonte envuelto en bruma.
Un par de días después, mientras conducía de regreso camino del sur y la rutina, pensé que había visitado un lugar extraño. Una ciudad física, tangible, cuyas calles había podido recorrer, pero que estaba superpuesta sobre el fantasma de otra ciudad que yo nunca conocería. Úbeda es Mágina sin serlo, porque Mágina sólo existe en las novelas de Antonio Muñoz Molina, por la voluntad, la valentía y el talento de su autor. Sobre el lugar real él ha proyectado uno edificado con todo ese vacío, con la decepción, con la desesperanza y hasta con una punzada de inconfesa nostalgia por los lugares y las personas que fueron su mundo hace ya muchos años.
Mágina existe. Como Macondo, como Barataria, o como aquella otra isla de arena dorada y rocas como cuchillos, donde decenas de hombres dejaron la vida, por la que caminó con su única pierna el pérfido Long John Silver, mientras sobre su hombro, graznaba el no menos pérfido Capitán Flint aquello de “¡Doblones de a ocho! ¡Doblones de a ocho!”. Las puertas de entrada a todos esos lugares yacen ocultas en los anaqueles de las bibliotecas, viajar hasta ellos sólo es posible realizando el mágico acto de abrir un libro.
Al terminar el artículo inevitablemente he recordado la lectura de su novela “El jinete polaco”. Digo inevitablemente porque esa mirada al pasado es prácticamente la razón de ser de la novela. Aunque en ella el lugar de nacimiento del narrador y objeto de sus sucesivos éxodos y regresos es un imaginario pueblo llamado Mágina, es intencionadamente obvio que éste no es sino un compendio de la misma Úbeda con algunos rasgos o impresiones de la cercana Baeza y algún otro pueblo de la muy real Sierra de Mágina, donde están enclavados todos los lugares mencionados.
He cogido el libro y he releído al azar algunos fragmentos. He recordado, volviéndolo a saborear, la honda impresión que me causó en su momento. Muy pocas veces se consigue una experiencia tan completa como lector. El autor urde un argumento mínimo, y lo vuelve ancho y largo en el tiempo, abarcando en continuos saltos varias generaciones de personajes, sin que la trama logre nunca distraer la atención del lector de lo verdaderamente importante: La mirada, la perspectiva. La voz. Muñoz Molina nos habla a media voz, como si supiera que todas las historias están ya contadas, que los hechos de la suya son los hechos de las de otras muchas personas cuyas familias vivieron la guerra, la posguerra, el hambre, el oscurantismo y la represión. Aún hay ancianos que vivieron de primera mano la mayoría de las fases de ese proceso, de ese viaje desde las tinieblas hacia la luz, y han ido legando sus historias a sus hijos y a sus nietos. Eso no es nuevo, ni particular. Esa tristeza, esa oscuridad, está cosida a la piel de este país, y lo estará para siempre. Pero ésa es una de las razones de que “El jinete polaco” me resultara tan especial: El escritor hace que nos importe una historia que en principio sólo es importante para él. Consigue algo al alcance de muy pocos escritores: Que dentro de esa historia, concreta y localizada, parezca latir la historia del mundo. Que ese ajuste de cuentas con su memoria sea también el nuestro. Cuando el escritor empieza a poner en palabras la infinita desolación, la soledad, la tibia e ingenua esperanza en el futuro del personaje protagonista durante sus años adolescentes sentimos que también habla de nosotros. Su resignación al llegar a casa cada día, procedente del colegio o el instituto, y cambiar las canciones de los Doors, chamánicas y enigmáticas, cantadas en un idioma que empieza a descifrar, por la tos perruna que poco a poco se adhiere a los pulmones de su padre; cambiar los bares y los libros por la apatía y el frío; dejar sobre la silla de su habitación el dos cuartos marino, tan parecido al que visten algunos de los tipos duros de las películas americanas con las que llena las noches de verano, y vestirse con el acartonado y relavado paño de la ropa del campo. Ir a ayudar a su padre en la huerta hasta que se pone el sol, formando parte de algo que en su familia, a fuerza de necesidad, es casi un ritual y que él ve como una cárcel. En esa habitación encalada y fría, donde noche tras noche el protagonista se abandona al cansancio y al sueño, no está sólo. Ahí se diluye como nunca la frontera entre escritor y personaje, y está también Muñoz Molina. Y estamos también nosotros.
Entonces la lectura se vuelve infinitamente más intensa, porque más que enfrentarnos a un libro, nos sentimos como si nos miráramos a un espejo. Una mirada que para el escritor nunca resulta emocionalmente gratis: Se ha de ser honesto y despiadado con lo que se ve en el azogue, si se pretende que haya verdad, sangre en las venas del relato. Muñoz Molina rescata de su pasado las fotografías ajadas y amarillentas, mira en ellas los rostros de sus abuelos y sus padres, el suyo de niño, y en esas caras encuentra el frío y el desamparo, la soledad y el vacío. Luego escribe la novela con esa misma estructura azarosa y caótica de quien vuelve atrás y adelante las páginas de un viejo álbum. Lo hace oculto detrás de la mínima protección posible, sin cambiar apenas un par de nombres, un par de situaciones...imprescindible por otra parte para que se produzca el milagro de la transmutación literaria, necesario cuando se escribe ficción. Prácticamente se echa al ruedo narrativo a cuerpo limpio y lo poco que permanece oculto se lee entre líneas. Nunca vemos tanto de los demás como cuando analizamos las máscaras que escoge para ocultarse de nosotros, o para fingir que se oculta.
También disfruté especialmente de la novela por una razón que trasciende los límites de la literatura, aunque sólo para regresar a ella. Poco tiempo después de terminar el libro tuve ocasión de visitar durante algunos días Úbeda y Baeza. No fue a consecuencia de la lectura, más bien era un viaje proyectado desde hacía algún tiempo, que el azar se encargó de encajar en esas fechas. Después de un primer día en Baeza, donde teníamos el hotel, nos acercamos hasta Úbeda. En cuanto bajé del coche sentí que ya había estado allí, de alguna extraña e incompleta manera. Muñoz Molina se había tomado la molestia de crear un pueblo imaginario para ubicar sus recuerdos, y había respetado sin embargo detalles mucho más concretos. Vi realmente la reproducción en bronce del “Carnicerito”, el malogrado torero de la novela. Vi un estudio de fotografía más o menos adaptado a los tiempos, pero con hechuras de comercio antiguo, que se ve desde la plaza que fuera del General Saro, la tienda en la que sin duda trabajó en su día el equivalente real de Ramiro Retratista. A escasa distancia una tienda de telas llamada “El métrico” en la que - siempre al otro lado del espejo literario - el escritor “colocó” a Lorencito Quesada, otro de los personajes de la novela. Vi las tabernas, los carcomidos soportales, vi una ciudad intentando resistir contra la zafia modernidad con orgullo de antigua villa entre castellana y andaluza. Vi, desde el mirador del cuartel, las lejanas montañas azules, amurallando un horizonte envuelto en bruma.
Un par de días después, mientras conducía de regreso camino del sur y la rutina, pensé que había visitado un lugar extraño. Una ciudad física, tangible, cuyas calles había podido recorrer, pero que estaba superpuesta sobre el fantasma de otra ciudad que yo nunca conocería. Úbeda es Mágina sin serlo, porque Mágina sólo existe en las novelas de Antonio Muñoz Molina, por la voluntad, la valentía y el talento de su autor. Sobre el lugar real él ha proyectado uno edificado con todo ese vacío, con la decepción, con la desesperanza y hasta con una punzada de inconfesa nostalgia por los lugares y las personas que fueron su mundo hace ya muchos años.
Mágina existe. Como Macondo, como Barataria, o como aquella otra isla de arena dorada y rocas como cuchillos, donde decenas de hombres dejaron la vida, por la que caminó con su única pierna el pérfido Long John Silver, mientras sobre su hombro, graznaba el no menos pérfido Capitán Flint aquello de “¡Doblones de a ocho! ¡Doblones de a ocho!”. Las puertas de entrada a todos esos lugares yacen ocultas en los anaqueles de las bibliotecas, viajar hasta ellos sólo es posible realizando el mágico acto de abrir un libro.
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