
He cogido el libro y he releído al azar algunos fragmentos. He recordado, volviéndolo a saborear, la honda impresión que me causó en su momento. Muy pocas veces se consigue una experiencia tan completa como lector. El autor urde un argumento mínimo, y lo vuelve ancho y largo en el tiempo, abarcando en continuos saltos varias generaciones de personajes, sin que la trama logre nunca distraer la atención del lector de lo verdaderamente importante: La mirada, la perspectiva. La voz.

Entonces la lectura se vuelve infinitamente más intensa, porque más que enfrentarnos a un libro, nos sentimos como si nos miráramos a un espejo. Una mirada que para el escritor nunca resulta emocionalmente gratis: Se ha de ser honesto y despiadado con lo que se ve en el azogue, si se pretende que haya verdad, sangre en las venas del relato. Muñoz Molina rescata de su pasado las fotografías ajadas y amarillentas, mira en ellas los rostros de sus abuelos y sus padres, el suyo de niño, y en esas caras encuentra el frío y el desamparo, la soledad y el vacío. Luego escribe la novela con esa misma estructura azarosa y caótica de quien vuelve atrás y adelante las páginas de un viejo álbum. Lo hace oculto detrás de la mínima protección posible, sin cambiar apenas un par de nombres, un par de situaciones...imprescindible por otra parte para que se produzca el milagro de la transmutación literaria, necesario cuando se escribe ficción. Prácticamente se echa al ruedo narrativo a cuerpo limpio y lo poco que permanece oculto se lee entre líneas. Nunca vemos tanto de los demás como cuando analizamos las máscaras que escoge para ocultarse de nosotros, o para fingir que se oculta.
También disfruté especialmente de la novela por una razón que trasciende los límites de la literatura, aunque sólo para regresar a ella. Poco tiempo después de terminar el libro tuve ocasión de visitar durante algunos días Úbeda y Baeza. No fue a consecuencia de la lectura, más bien era un viaje proyectado desde hacía algún tiempo, que el azar se encargó de encajar en esas fechas. Después de un primer día en Baeza, donde teníamos el hotel, nos acercamos hasta Úbeda. En cuanto bajé del coche sentí que ya había estado allí, de alguna extraña e incompleta manera. Muñoz Molina se había tomado la molestia de crear un pueblo imaginario para ubicar sus recuerdos, y había respetado sin embargo detalles mucho más concretos. Vi realmente la reproducción en bronce del “Carnicerito”, el malogrado torero de la novela.
Un par de días después, mientras conducía de regreso camino del sur y la rutina, pensé que había visitado un lugar extraño. Una ciudad física, tangible, cuyas calles había podido recorrer, pero que estaba superpuesta sobre el fantasma de otra ciudad que yo nunca conocería.
Mágina existe. Como Macondo, como Barataria, o como aquella otra isla de arena dorada y rocas como cuchillos, donde decenas de hombres dejaron la vida, por la que caminó con su única pierna el pérfido Long John Silver, mientras sobre su hombro, graznaba el no menos pérfido Capitán Flint aquello de “¡Doblones de a ocho! ¡Doblones de a ocho!”. Las puertas de entrada a todos esos lugares yacen ocultas en los anaqueles de las bibliotecas, viajar hasta ellos sólo es posible realizando el mágico acto de abrir un libro.
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